lunes, 27 de enero de 2025

Ley de extinción de dominio


 • LEY DE EXTINCIÓN DE DOMINIO

Emiliano Trujillo Sánchez
"Pero a los fulgores de la hora presente su vida pasada, tan precisa hasta entonces, se desvanecía por entero, y llegaba a preguntarse si realmente la había vivido...; después, alrededor del baile, no había sino sombra, extendida sobre todo lo demás"
Gustave Flaubert
Madame Bovary/Cap. XIII
       Creo que el demonio lleva las cosas de mi vida; por alguna endemoniada razón me veo impelido a hacer terribles confesiones.
        Perdí el control y todo se fué al caño. Posteriormente, dada mi disposición a tolerar el oprobio, recuperé lo que bien seguro me hallaba de haber perdido, mas, ¡qué terribles cuitas y qué endemoniada disposición, ésta, de darlas a conocer.
       Pues bien, soy un hombre enfermo, débil. Mi estura y complexión difieren de los términos que justo acabo de emplear; es mi mente la que es débil. Mas, ¿qué, quiénes somos fuera de la consciencia de nosotros mismos? Y, tal consciencia ¿de dónde proviene?; mi mente es débil, se halla enferma, pese a mi robusta complexión y ventajosa estatura.
       Soy corrupto, un pequeño burócrata corrupto, digo. Lo que veo "mal estacionado" "lo remolco". Ello no obstante, a diferencia de aquellos para quienes trabajo, el hurto que lleve a cabo podría completar lo que me restaba para adquirir un vehículo nuevo, de agencia. Asimismo he perdido la chaveta por tan solo un billetico. Es la diferencia entre mis patrones y yo: gente centrada; del negocio que me genera treinta mil ellos agarran trescientos mil, libres de impuesto. Gente a la que admiro tanto como la desprecio. Los admiro, siento gratitud por ellos al recibir las comisiones que me vuelven tuerto en mi país de los ciegos. Alardeo de poseer sus números telefónicos, rotundamente se los niego a quien me los pide luego de oír mi alarde; soy territorial con esos señores. Siendo el caso que me resulte imposible impedir que alguien se acerque a ellos, me doy inmediatamente a la labor de mal poner al nuevo aspirante; le delato por lo que mal dijo, invento que lo dijo. Asimismo los desprecio ya que no hay reunión suya donde, si me toca estar presente, no deba esforzarme por actuar natural. En resumen: de cualquier modo hablo mucho de las trampas que hacen los chivos para quienes trabajo, algunas veces pretendiendo ser uno de ellos, otras, destilando el veneno que es para mí la consciencia de no ser más que un lava perro.
Nunca he creído, sin embargo, que alguien más condúzcase ante la vida, las grandes y patéticas oportunidades que ésta nos ofrece, por nada más, nada menos que dinero; ¡repudio de la pobreza! He aquí, a propósito de mi confeso repudio, cierto episodio de mi infancia. Ilustrará el mismo la aversión por el desabastecimiento y además el pánico que no hace mucho experimenté al imaginar a mi mujer preguntándome: ¿Dónde está la camioneta?
 ...
"En esos días de Julio, sin nada qué hacer, con la escuela misteriosamente cerrada, la casa comienza a ensancharse por todos lados"
Salvador Garmendia
Memorias de Altagracia
      En aquella casa nunca jurungué nada; los objetos que allí habían, sus secretos, su tiempo que, por mucho, haberme precedido, podría hacerme quedar poseso de una curiosidad cuya raíz era cierto punzante sentimiento de exclusión: aproximarme a un tiempo, un mundo, para mí - justo ésto me dolía sin que pudiese entonces descifrarlo, sin poder, hoy en día, justificarlo - un mundo, para mí, desconocido, casi o completamente negado; el tiempo, el mundo pasado de los dueños de la casa en cuyo cuidado se había empleado mi madre, no me interesaba.
      Las exploraciones que, sonsacando a mi hermano, había realizado, debíanse propiamente al adormecimiento de la conciencia de que aquella no era nuestra casa. Habíamos vivido siempre en casa de mi abuela donde si, hallábame poseso de la curiosidad por el tiempo, el mundo secreto del que venían los objetos...,. Creo haber dicho que sentía y resentía la exclusión de una época que imaginaba del color amarillento, desteñido de algunas fotografías de la juventud de mis abuelos, la infancia de mi madre, la madurez de los primeros, la juventud de la segunda. Apúntese a ésto la fluidez con que oía hablar a mis primos de la historia de sus padres - mis tías abuelas, sus esposos; mi tío, hermano de mi madre, no tuvo hijos sino hasta pasados los cuarenta. Eran las tías de mi madre, sus esposos y mis primos y primas segundas lo más cercano que tuve a parientes muy cercanos además de mi madre, mi abuela, mi hermano...-. Tal fluidez quería yo para la conversación en que me carcomía el anhelo de participar. Mas, de niño - muy niño - no era hablar, era jurungar los objetos de la casa de mi abuela, era ésto lo que me apremiaba: descubrir tesoros - eso eran para mí - tesoros ocultos en la casa.
             He de confesar que, ahora mismo, alineando las palabras y apilando las líneas en éstas hojas me asalta de pronto el placer que experimentaba al imaginar que podía romper el piso de granito, escarbar en el jardín y en alguna subterránea latitud secreta en cuya existencia sigo creyendo haber podido hallar un herrumbroso arcón repleto de alguna cosa cuyo valor monetario no equivaliese ni remotamente a la incalculable suma de placer que imaginaba, sigo imaginando y, a la vez, nunca he podido imaginar. Siendo el caso que, lejos de hallar "un entierro", hallé una vieja mesa con dos gavetas con sus tiradores de hierro labrado - tenía cinco, no creo que más de cinco años; "toda mi vida viendo aquella mesa" era para mí una significativa expresión... sensación, aún sin forma definida -. La excavación fué realizada sobre las capas de indiferencia, mía y del resto, con que había sido sepultada hasta el momento en que deteniéndome a verla plenamente seguro estuve de que la habían olvidado, que me hallaba frente a un terreno inmaculado; el uso diario, alguna territorialidad en torno a ésta, nada de eso se interponía entre mi tesoro y yo. Sobre la mesa, desde hacía mucho, también, había una empolvada bolsa negra, para basura, repleta de ropa vieja, mas, era toda de adulto, no despertó en mí el menor interés. Sucedió entonces que aferrando uno, luego el otro tirador, me hallase inclinado sobre el contenido las gavetas. De ésto último ya habrá ocasión de hacer referencia.
       Mi madre había sido empleada en aquella y otra labor. Trabajaba como bedel en un hospital psiquiátrico presidido por monjas que se hallaba al pie de la montaña donde estaba esa casa que al abandonar - ella para ir a trabajar, nosotros para asistir a la escuela pública donde había conseguido inscribirnos a mitad de año - debíamos primeramente ascender desde la entrada hasta la bocacalle que nos ponía a un costado de la carretera principal a cuya otra margen cruzábamos para esperar el aventón que no bien conseguíamos tornábase en nuestra mutua contemplación del camino que iba serpenteando entre recodos y barrancos hasta llegar al pie de la montaña, es decir, la avenida principal - perimetral - de aquel pueblo que parecía una ciudad - sin contar las casas como aquella en la que éramos vigilantes, aquel pueblo era un pueblo de una sola calle, una sola avenida cuyas márgenes hallábanse repletas de bocacalles, desviaciones hacia los portones de edificios que pese a sus no menos de veinte pisos, se hallaban asentados sobre montañas que sólo hasta cierto punto cedían su altura; podían verse desde la avenida los altos edificios que se alzaban en diversos puntos de lo que no dejaba de ser la falda de un cerro-.
            El hospital se hallaba a un costado de la avenida; mi madre, al bajar del vehículo en que nos hubiesen llevado, sólo debía caminar unos diez metros hasta el portón corredizo que daba acceso a una pendiente, misma que iba a dar a un patio donde se alzaban unos chaguaramos.
      Únicamente aquello conseguíamos atisbar mi hermano y yo; teníamos prohibido siquiera franquear la pendiente hacia aquella antesala del mundo que nos velaban las paredes blancas y azules de aquel edificio cuya verdadera longitud nos fué develada por el costado de la avenida que conversaba con la pared que a tramos presentaba la ventana enrejada desde donde atisbaba un corredor con sus puertas alineadas de lado y lado, como el pasillo de un hotel. Imaginábamos, mi hermano y yo, que algún día veríamos a mamá limpiando alguno de esos corredores. Nunca la vimos pero no pudimos dejar de ver a una mujer de rasgos que hoy en día no atino a recordar; ésta lloraba en la ventana emitiendo gemidos dolorosos de oír; mi madre no quiso hablar de ello cuando le preguntamos.
- ¿Hay muchos locos donde tú trabajas, mami? - preguntó mi hermano la noche de aquel día en que vimos a esa mujer. Como he dicho, mi madre no quiso hablar de ello, mas, ante tal pregunta...
- Locas - dijo - es una casa de reposo de puras mujeres, todas millonarias...- hizo una pausa achicando los ojos - Bueno - siguió diciendo - las familias de ellas -
- ¿Y si una loca se escapa? -
La naturalidad con que mi madre respondió a ésta pregunta me hizo pensar que también ella había reflexionado a propósito de tal posibilidad.
- Si sale a la avenida ahí mismo agarra un autobús. Pero tendría que tener para el pasaje y tener la suerte de que no salgan a buscarla antes de que pase el autobús - nuevamente hizo una pausa como queriendo precisar otro escenario y organizar las palabras que definiesen aquello que, presumo, ya se había imaginado - si se escapa por el lado del portón y no corre hacia la avenida lo único que se le puede ocurrir es meterse pal monte y quién sabe a dónde llegará subiendo por éste cerro - Ésto último lo dijo señalando hacia arriba suponiendo que entenderíamos; referíase a la calle principal a cuya margen nos hallábamos al franquear la pendiente desde la casa.
       El día fatal despuntó como cualquier otro, poblado de labores que conocíamos tan bien como debíamos conocerlas y ejecutarlas al ritmo que nos marcaban las instrucciones de mi madre: "Levántense ya que van a llegar tarde...cepíllense esos dientes, péinense...¿guardaste el almuerzo... tú?...cómanse todo que no tengo real pa cantina... métete la camisa...". El sonido de un motor en marcha seguido del tintineo en el teléfono celular de mi madre nos hizo a mi hermano y a mí fruncir el seño y mirarnos
- Hoy se van solos - dijo mientras tecleaba algo en el teléfono de donde no apartó la vista en tanto siguió diciendo - Yo tengo que ir a otro lado, ya me voy. Tienen almuerzo en las loncheras, se lo comen. Nos vemos a la tarde. Le agarras la mano a tu hermano cuando crucen allá arriba - concluyó, dirigiéndose a mí en tanto el celular tintineaba de nuevo. Al ver su apresurado paso al salir me ví impelido a seguirla hasta donde fuese posible hacerlo sin que lo notara, cosa ésta última que resultaba imposible tratándose de lo que yo realmente anhelaba: para ver quién manejaba el carro en que mi madre partía sin nosotros... debía subir la escalera que, separaba la puerta de la terraza que sobre nuestras cabezas era un techo y, de haber tenido mi madre un carro aquella terraza estaría designada para estacionarlo después de cerrar la reja que lo separaba de la calle. Encajonaban la escalera la pared a cuyo otro costado estaba la cocina y un muro que excedía la altura de la casa puesto que llegaba hasta la calle y, obvio, excedía, también, su altura. Por la ventana de la cocina ví pasar a mi madre. Poseso de angustiante curiosidad - era miedo - abrí sigilosamente la puerta, salí al rellano donde la base del muro estaba bordeada de macetas con diversas flores y un pequeño retoño de mango a causa de una semilla que escondí en la maceta después de comer la fruta; hacía un par de semanas que la veía de soslayo al salir, mas, aquella vez no reparé sino en la escalera, en sus peldaños de concreto encajonados por la cara exterior de la cocina y el muro que separaba la propiedad de la calle. No bien oí que mi madre unía la mitad de la reja que si, giraba sobre sus goznez a la que se hallaba siempre fija; no bien le oí cerrar la reja le oí subí en un par de saltos la escalera hasta donde el muro aún podía ocultarme. Sintiéndome desvanecer oí la portezuela del carro abrirse y antes de que oírla cerrase, sin que pudiese entender una sola palabra de lo que me pareció más bien un ronquido pedregoso, le oí - aún hoy ignoro quién era - decir algo a lo que la respuesta de mi madre fué: "No, vámonos". Ya había cerrado la portezuela cuando una vez oí la voz de mi madre: "¡No quiero que te vean!". El automóvil se puso en marcha y su ronquido se fué alejando con "algo" que creí perdido..., Bajé uno a uno los escalones de concreto con el estómago oprimido por un dolorcito punzante y aunque yo fuese incapaz de discernir aquello, el dolorcito, aún así era agradable; no quería dejar de sentirlo, digo.
Apercibiéndome que la respiración relajaba los músculos de mi cara, me privaba de aquel dolorcito, intenté no respirar. Sucedió entonces que en el rellano estuviera mi hermano esperándome con la lonchera en la mano y el bolso a cuestas. Me vió pasar como si no lo hubiese visto.
       Halado como hallábame por ideas, fantasías de confrontación de algo, para mí, sin forma definida o vergonzosamente clara, más bien, presa de tal impotencia maquinalmente, intentando no respirar, fuí por mis cosas, cerré detrás de mí la puerta y, seguido de mi hermano - él no sabía, era inocente - franqueamos la escalera. Oprimí entre dos eslabones de una cadena el candado que, para nosotros - no teníamos llaves - condenaba la función que la reja tenía de girar sobre sus goznez.
       Una vez en la calle me embistió la consciencia de un mundo que se había ido rodando sin que yo hubiese podido - ¡qué impotencia! - seguirle. Franqueamos, a continuación, la empinada calle que nos conducía a la principal.
- Agárrame la mano -
Sentí al oír ésto que mi hermano me arrebataba de un mundo, una sensación que no quería dejar de sentir. Con despectivo ademán le rechacé y seguido de su apresurado (¿desconcertado?) paso crucé, cruzamos la calle y apostados en la otra margen esperamos un aventón.
       Halado como hallábame por ideas, fantasías de confrontación de algo, para mí, sin forma definida o vergonzosamente clara, más bien, presa de tal impotencia maquinalmente, intentando no respirar, fuí por mis cosas, cerré detrás de mí la puerta y, seguido de mi hermano - él no sabía, era inocente - franqueamos la escalera. Oprimí entre dos eslabones de una cadena el candado que, para nosotros - no teníamos llaves - condenaba la función que la reja tenía de girar sobre sus goznez.
       Una vez en la calle me embistió la consciencia de un mundo que se había ido rodando sin que yo hubiese podido - ¡qué impotencia! - seguirle. Franqueamos, a continuación, la empinada calle que nos conducía a la principal.
- Agárrame la mano -
       Sentí al oír ésto que mi hermano me arrebataba de un mundo, una sensación que no quería dejar de sentir. Con despectivo ademán le rechacé y seguido de su apresurado (¿desconcertado?) paso crucé, cruzamos la calle y apostados en la otra margen esperamos un aventón.
       En sentido contrario a donde iríamos en el carro que nos llevara, la carretera, descendiendo, evolucionaba entre verdes recodos que a cierta distancia eran superados por una nueva aparición de ésta. En el sentido que esperábamos llevar únicamente ascendía unos diez metros hasta perderse detrás de un recodo. Por la otra margen asomaba en el monte un boquete, uno más de los que veíamos pasar por las ventanillas durante el recorrido. Sucedió entonces que un nuevo elemento se integrara a la composición que hasta entonces yo ignoraba aunque podía verla. Salió por aquel boquete una mujer. Llevaba puesto un mono y una camisa blanca, ambos manchados de barro. En el cabello tenía engarzadas algunas ramas y su mirada era extraviada, curiosa, más propiamente dicho; salió al camino como buscando algo que se le había caído al piso. Al vernos detuvo por completo su búsqueda. Nos vió fijamente, sin moverse y, como creyendo que no la habíamos visto, sigilosamente, de espaldas, volvió sobre sus pasos sin dejar de vernos un sólo instante hasta quedar tapada por el monte. Aquello definitivamente me arrebató de lo que estuviese pensando.
- ¿Quién es esa señora? -
- No sé - dije por toda respuesta sin dejar de ver hacia allá.
Torné a ver la amplia perspectiva que el sentido contrario presentaba. Consideraba el miedo que estaba sintiendo, lo consideraba como algo que de ninguna manera le compartiría a mi hermano. Sucedió entonces que la atención de ambos fuese atraída por el crujir de unas ramas y no tardase aquella mujer, con la mirada espantada, fija en nosotros, sosteniendo un palo que seguramente había ido a buscar después de vernos; con la mirada espantada, fija en nosotros, el labio inferior caído y a la vez doblado hacia las comisuras cual si fuese ella quien viera venir algo que la aterrorizaba y le hacía emitir el desgarrador alarido de guerra con que, blandiendo aquel palo, se precipitó hacia nosotros.
Huimos. Maquinalmente agarré el cuello de la camisa de mi hermano cuya pregunta: "¡Qué pasa!" fué ahogada por el tirón con que le hice correr a mi lado. Por encima del hombro ví a aquella mujer en lo alto de la calle que franqueamos de vuelta a la casa. Nos veía con aquella expresión estupefacta, cual si estuviese asomada a un abismo. Hoy en día pienso que tal expresión debióse, también, a su consideración de aquel espacio donde había casas, donde, imagino, consideró los inconvenientes que podrían presentarse. Hubimos de saltar la reja; como he dicho, ninguno de los dos tenía llaves y tampoco hubiésemos tenido los necesarios nervios de acero para la compleja operación de abrir el candado y volver a cerrarlo. Sin llave alguna hubimos de entrar a la casa por una ventana que daba a la sala; era estrecha, parecía más bien un respiradero, un hueco realizado para colocar algún aire acondicionado, ¿qué sé yo? mas, cupimos, yo con mayor dificultad que mi hermano.
      Creo haber dicho que habría ocasión de saber qué clase de tesoro encontré en las gavetas de aquella mesa. Encontré un frasco lleno de canicas blancas con onduladas líneas de colores, como finas nubes coloreadas por el sol que saluda o se despide del crepúsculo. Tal hallazgo me hizo sentir eufórico; no temí repercusión, reprensión alguna por haber encontrado aquel tesoro del que inmediatamente quise presumir. Desgraciadamente se trataba de unas canicas que habían sido de mi tío: hermano menor de mi madre y favorito de mi abuela. Siendo ésta última quien montara en cólera por "mi abuso", para el cual exigió a mi madre una apropiada reprimenda.
A diferencia de mi tío, mi madre no tuvo hijos después de comprar su propia casa. No tenía otra casa que aquella en la que además tenía a su hijo y esperaba a otro. Nada se comía, ningún lujo o necesidad básica era satisfecha sin miedo a que fuese señalada como "un abuso". Tal zozobra, bien lo recuerdo, exasperaba a mi madre; un par de ocasiones tuve de hallarle llorando, escondida, y me retiraba procurando, deseando que no me viera, no queriendo creer, recordar aquello. Recuerdo su expresión al ser increpada por mi abuela a causa de "mi abuso". Tornó a verme con cara de querer llorar - hoy en día presumo que si, quería llorar, mas, por el remordimiento que le generaría lo que estaba a punto de hacer...-, tornó a verme y con aquella expresión recriminante se abalanzó sobre mí viéndome y también a mi abuela, alternativamente, como pidiendo una calificación para la labor que le había sido asignada. Hubo, sin embargo, días de sosiego; los fines de semana empezaban frente a un televisor que había en la sala. Venevisión transmitía Los Picapiedras, Los Supersónicos, etc; la casa era un lugar en que nos correspondía estar, no era solamente para los adultos que no tenían que ir a la escuela; formábamos entonces parte de la casa. Ésto último lo refiero con miras a ilustrar el tenebroso contraste entre aquella sensación que la casa en que entonces vivíamos me hacía evocar puesto que allí, no en la escuela, era que estábamos. Por algún motivo que aún no alcanzo a precisar, me sentí seguro de que a esa casa la loca no podría, ni siquiera intentaría irrumpir. Mi hermano se puso a ver televisión y yo quedé a la deriva, derivando, evolucionado a través de rincones de la casa que nunca antes habían llamado mi atención. Desde afuera llegaban ruidos de la calle: carros en marcha, voces lejanas y otras más próximas, quizá conocidas. Es lo cierto que no exploraba la casa en busca de otra cosa que el orígen de mi peculiar aprensión. No sabía o más bien me negaba a saber qué pasaría si mi madre iba a buscarnos a la escuela y no nos hallaba. Contrastaba mi evocación de aquel sosiego doméstico en casa de mi abuela con mi sospecha de no poder, no deber disfrutar de aquel asueto un día de semana. Mi hermano - él no sabía, era inocente - veía la televisión. No podía - fué lo que alcancé a precisar - no debía disfrutar del asueto ya que éste me haría olvidar lo que debía decirle a mi madre cuando llegara; mi ensayo de la explicación me arrebató del tiempo - la casa, los sonidos de la calle, la televisión - del que estuve ausente hasta ser dominado por la modorra después de medio día.
       Estábamos durmiendo, yo en la cama que junto a la de mi hermano, me había sido asignada en aquella casa, mi hermano dormía frente al televisor en el sillón reclinable que un par de veces, dado lo cómodo que era, nos habíamos peleado. Estábamos durmiendo cuando mi madre irrumpió, iracunda y con la misma expresión de aquella loca se abalanzó sobre nosotros haciendo que, instintivamente, bordeáramos la mesa por cuya otra margen se movía indicándonos el sentido, contrario al suyo, que debíamos seguir. Nos dió una paliza, queda dicho.
       Por la noche comíamos en paz; una vez que se calmó, interrogó y ante nuestra hiposa respuesta su expresión fué la de quien recibe una dolorosa noticia que le torna reflexiva. No dijo nada, mas alcancé a oír las convulsiones del llanto que ahogaba en la almohada no bien creyó que estábamos dormidos.
      Fué aquel uno de sus muchos intentos de salir de la casa de mi abuela. Pasados unos meses los dueños de aquella casa regresaron y hubimos de hacer lo mismo, regresar a la casa donde, pese a numerosas miserias, los asuetos, al menos, daban sosiego.
...
No me compararé con El Quijote o Madame Bovary; carezco de afición a la lectura, y el mundo al que mi urgencia por, cuanto antes, regresar, trocóse a continuación en la profunda angustia que desde el fondo de mi pecho parecía tragarse mi aliento - desvanecido ante la urgencia de más...queda dicho -, de tal mundo no he leído una sola palabra, digo. Mas lo ví, palpé su esplendidez embriagante, ¡obsesionante!, más propiamente dicho. Quedé obsesionado con el inmenso placer de...,. Siendo el caso que regresé aquel mismo, fatídico día.
- Pero señor - dijo el administrador que al patrón y a mí había obsequiado con buen whisky, trato personalizado, en fin - Pero, señor...-
El desconcierto en la mirada de aquel empresario se me figura hoy en día no en el borde, la frontera que hubo de cruzar hacia el desgraciado concepto que aún hoy debe manejar acerca de mí. Se me figura a la frontera, el borde del abismo en que me sentí despeñar justo cuando tornó a darme lo que le pedía a cambio de la camioneta que le ofrecí en empeño. Fuí yo, no él, quien, para mí, hubo de cambiar, degenerar en la patética faz de quien horas antes, en compañía de "un chivo" que ni yo ni nadie osaría nombrar, traspusiera el umbral del establecimiento al que me había invitado por lo satisfactorio que había resultado uno de esos negocios de los que él sacó trescientos mil y yo treinta mil...,.
- Provoca joderlo - le había dicho antes de llegar ya que me platicaba acerca de un sujeto a quien jamás en ésta vida he visto, cosa ésta última - odiar al enemigo del patrón - harto habitual entre los de mi estirpe - Provoca joderlo, mandarlo a matar...-
- Nah, chico - dijo el patrón dejando escapar una risita de satisfacción por mi lealtad, de la que entonces me sentí profundamente satisfecho, como si hubiese ganado puntos, municiones para mi talega, como en un juego de video.
Luego de doblar algunas esquinas en el urbanismo al que tanto gusto me dió encaminarme según instruía el patrón, señalando desde la autopista lo que parecían ser las colinas de Hollywood; algunas majestuosas viviendas coronaban las verdes lomas a donde, gustoso de ello, encaminé mi vehículo. Luego del paso por alcabalas que precedían alguna calle principal bordeada por mansiones de dos y hasta tres plantas..., nos detuvimos frente al portón corredizo que, a una señal del patrón al circuito cerrado que lo coronaba, empezó a rodar de costado. Antes de entrar a la parte techada del estacionamiento por cuyo enlozado piso avanzamos al cruzar la entrada, vi pasar a un costado el jardín que oculta el resto de la tapia; lucía sombrío a causa de la hilera de palmas y otros árboles frutales - unos cuantos de lechosa, otro de naranja, creo - cuya copa había visto antes de que rodara el portón; al pie del sócalo que se extendía por toda la fachada, marcándole lindero a la grama, bordeaba la misma una acera que iba a dar a la puerta que no alcancé a ver, mas, tratábase de la entrada puesto que emparedada entre dos tapias de laja que contenían al menos un metro de la tierra del jardín, atravesaba éste una escalera también de lajas que llegaba en pocos peldaños a la puerta que da a la calle. Una mujer de no menos de cincuenta años, flaca y con una mirada que aunque no me la dirigió me pareció sombría, taciturna, en lo que parecía ser su descanso - llevaba puesto un uniforme de servidumbre - fumaba un cigarrillo de espaldas a la puerta. Un sujeto flaco, alto, vestido con ropa tan casual como raida - parecía ser un jardinero -, sentado en el quicio de una de las tapias que delimitaban la tierra atravesada por la escalera al vernos pasar fijó su mirada en nosotros y acto seguido, con sardónica sonrisa, dirigió a la mujer algún comentario que ésta ignoró o pretendió que lo hacía. Recuerdo los ases de luz solar que atravesaban el ramaje de los árboles de aquel sombrío jardín que quedó tapado en cuanto avanzamos hacia el fondo del estacionamiento que se hallaba techado. Al detenerme y apear se abrió la puerta que remataba esa pared cuyo ángulo había tapado el jardín. No estaba preparado para lo que vería; en todo el espectro que abarca tal declaración, digo. Un hombre de unos sesenta años, de cabello y bigote cano, vestido de guayabera (blanca), bermudas (beige) hasta las rodillas y mocasines de cuero, sin medias, todo ésto contrastando con un Rolex y una cadena de oro que lucía entre los pliegues de la guayabera desabotonada hasta más abajo del pecho. Tal era la fresca facha del viejo que nos recibió con aquella sonrisa que dejó ver una brillante hilera de dientes superiores y parte de los inferiores; daba más bien la impresión de estar hambriento y feliz de hallarse frente a algo que lucía muy apetitoso y era todo suyo.
- Ajá - fué su saludo
Sumidos el patrón y aquel viejo en el coloquio que entablaron con la más profunda familiaridad, luego de que me fuese presentado y tuviese para conmigo la mayor de las cordialidades, en el transcurso de los veinte segundos que le tomó conducirnos al bar instalado en aquella vasta sala, ... quedé a mis anchas para deslumbrarme frente a la estancia que parecía más bien uno de los cuadros ante los que Rafael quedó estupefacto en la venta de antigüedades en que obtuvo el talismán. Aún embelesado torné a ver al patrón, quien compartía con el otro la rápida impresión de quedar admirado ante el magnífico recibidor a un costado del cual hallábase el bar donde empezaban a posicionarse, nuestro anfitrión detrás de la barra de lustroso linóleo y el patrón en uno de los altos banquitos donde a su señal me arrellané. Con la misma sonrisa el anfitrión deslizó la tapa corrediza de una hielera metálica pegada a la pared; justo encima de ésta, tres repisas daban la impresión de un altar donde las botellas de whisky ahileradas, brillaban como imágenes labradas de dioses paganos. No bien extrajo de la hielera dos vasos congelados, alargó el brazo a la segunda repisa, de ahí sutrajo una botella azul, sin etiqueta, de alargado cuello y redonda, taponeada con el corcho que retiró, dedicándonos alternativamente la misma sonrisa de satisfacción. Lo primero que escansió fué el sonido del corcho al ser retirado, luego el aroma a madera; si, aquel whisky rojo expedía un intenso aroma de leña que se incrementó no bien el anfitrión vertió en nuestros vasos la cantidad exacta para ser trasegada de un sólo trago.
- Ésto se bebe seco - dijo, viéndome y tornando a intercambiar con el patrón el gesto afirmativo precedente a la mirada expectante con que, lo supe de inmediato, aguardaban por mi reacción: por el gruñido señalador del ascenso por mi tráquea de aquel baho de cahoba en llamas que parecía volver a mí en cada lenta inhalación que me sentía obligado a efectuar con la boca, de modo que recuperando el aliento no fuese a perder aquel sabor por el que, usando los labios y la lengua, sonrojado, me estrujaba los dientes.
- ¡No joda! - se me escapó con profundo énfasis en la última sílaba que se tornó en el ronquido pedregoso por el que ambos empezaron a reír satisfechos.
Ignoro - lo imagino, mas, no estoy seguro - si mis pupilas se dilataron; dado que ésto sucede ante súbitas impresiones, podría ser que, con las pupilas dilatadas ví, estupefacto, al chivo y a nuestro anfitrión cual si fuesen tan poderosos como desde un principio me lo habían parecido y ¡sin embargo!, ahí estaban, acodados a cada margen del lustroso linóleo, presas de la convulsión ocasionada por la risita que soltaban en regulares resoplidos nasales, como revelándome algún secreto u ofreciéndome una amistad de la que, estupefacto, me creí digno.
- ¡Bueno!- dijo el anfitrión, pronunciando la b como la explosión de una burbuja en tanto palmeaba el linóleo - Y ahora el plato fuerte -
Dando la impresión de buscar algo bajo la barra presumo que oprimió un botón; transcurridos cinco, poco menos de diez segundos, alzando el labio inferior me instruyó a ver por encima del hombro a la majestuosa hembra que usando solo pantaletas empezó a descender la escalera del recibidor.
Once años contaba, mas, no hubo quien lo impidiese: entré al cine a ver Fire and Ice de Ralph Bakshi. Conocí entonces a Teegra; conocí aquel cuerpo que, más o menos, cuarenta años después veía descender, aproximarse a mí posando, silenciosa las plantas de aquellos pies menudos, perfectos, apostándose en los talones y alzándose suavemente sobre las puntas, los dedos perfectos que al impulsar cada paso marcaban sobre el dorso en tanto una labrada musculatura dejábase ver a la altura de aquellos muslos de amazona. El busto, ¡ni hablar!, la perlada sonrisa en medio de dos bandas de lustroso cabello negro como el de la princesa de fuego; "¡Teegra!" me dije.
No con miras a omitir mis alucinantes impresiones del ensamblaje con aquel cuerpo perfecto que, si no lo creía, supo muy bien persuadirme de mi propia perfección, de los méritos cuyo reconocimiento era ella; sin omitir éstas cosas, yendo, sin embargo, un poco más allá, diré que mi estupefacción en el camino de regreso, debíase ésta, digo, a lo que ví por la ventana de la habitación a la que Teegra me condujo
- ¿Y eso? - dije, señalando las lujosas camionetas aparcadas en el enlozado al pié de aquella misma casona que, lo supe entonces, era de tres plantas; a dicho enlozado se accedía por un camino alterno que serpenteaba al pié de la casa y se perdía y reaparecía entre los recodos que, repito, lucían como las colinas de Hollywood - ¿Cuántas trabajan aquí? -
- Tantas como los chivos que vienen por nosotras - dijo Teegra, señalando con el labio inferior las camionetas que me dieron la impresión de ser los fastuosos carruajes de otros monarcas que acudían al castillo en lo alto de cuya torre hallábame, ya habiendo poseído a la mejor de las hembras que ahí nos eran ofrendadas.
Estupefacto, conduje hasta la casa del patrón, de ahí a la mía donde no poco - a niveles hasta entonces desconocidos - me ofusqué ante la vida que había estado viviendo, ignorante de la existencia de un mundo que, al primer contacto con mi propio mundo, sentí ajeno; hallábame ajeno a la esplendidez, los lustrosos colores, el aroma...el sabor que, hallando rápidamente una razón para molestarme porque…-¡ por qué no!, ¡tanto trabajar, para qué! – me dispuse a recuperar.
- Pero, señor…- dijo el anfitrión al oírme decir que, dejando como garantía mi camioneta, quería el mismo servicio que hacía un par de horas me había sido brindado. Tal desquiciamiento ha de haberle representado mi mirada fija en el objetivo que me había trazado, tan profunda impresión marcó en él que hizo venir a otra mujer después de explicarme que la mujer por quien no dejaba de preguntar estaba ocupada.
Apeándome del taxi que, allá mismo, habían llamado para mí, quedé catatónico al pié de mi edificio.
Qué desasosiego el de estar en mi propio apartamento sin que el más mínimo atisbo de alguna presencia que pudiese interrogarme a propósito de la camioneta dejara de aterrorizarme, como si la pregunta, sin importar quién – mi esposa, mis hijos – la emitiese, como si la pregunta fuese aquella mujer enferma…, lista para embestir con aquella expresión aterrada y su alarido desgarrador.
Ante su inevitable pregunta dije a mi mujer que la camioneta estaba en el taller, que iría por ella temprano, mañana. ¡Qué endemoniada disposición esta de confesar patéticas locuras tales como la de no pegar un ojo en toda la noche que me pasé imaginando el feliz término de una situación que no tenía ni siquiera una minúscula idea de cómo resolver! Pasé la noche festejando el momento en que hubiese aparcado la camioneta en el puesto de estacionamiento que, entonces, permanecía vacío, luego de haber hallado, temprano, en la mañana, donde no hubiese nadie con la disposición de reclamarlo, un fajo de divisas de alta denominación, en porte de las cuales hubiese abordado el taxi del que, apeándome, indispuesto a esperar, chasquease los dedos y, trasponiendo el corredizo umbral, enfrentaría risueño al anfitrión que daría por cancelado el monto anterior y el que entonces cancelaría por nuevamente ver a Teegra descender en pantaletas las escaleras por donde mismo ascendería prendida de mi brazo luego de que mi anfitrión, únicamente para mí, escansiara el rojo whisky de aquella botella sin etiqueta, de largo cuello y redonda, como la de aquel cuento de Stevenson, ¿cómo se llamaba?, aquel en que un diablillo danzaba en el interior de una botella similar.
Es lo cierto que salí amanecido, sin otro capital que lo justo y necesario para ir en metro hasta Chacaíto y abordar ahí alguno de los jeep que, repletos de hombres y mujeres empleados en la servidumbre de aquellas quintas, para allá iban. Hube, sin embargo, de caminar algunas cuadras desde la última parada de aquel vehículo que se fué descargando a su paso por la carretera a cuyo costado hallaba una y otra casilla de vigilancia - entradas a los distintos conjuntos residenciales de una misma región inimaginable para quien no viviese o trabajase ahí - mas, conseguí ubicarme, ubicar la fachada, el portón corredizo, las copas de los árboles coronando la tapia.
Sin saber qué debería decir, mas, consciente de que "una camioneta no es cosa de juego" hice señas ante el circuito cerrado que coronaba el portón corredizo. No menos de quince minutos hube de esperar hasta ver abrirse la puerta que conducía al jardín. La mujer que había visto en el porche al atravesar en mi camioneta el enlozado atisbó desde el quicio haciéndome una seña representativa de las instrucciones que ya debía tener con respecto a mí. Al acercarme a la puerta me apercibí de su baja estatura, su rostro aindiado y la forma en que se esforzaba por no verme.
- Espere aquí, señor - dijo, sin voltear a verme, una vez que me dió la espalda en la pequeña escalinata hundida en medio del jardín. Entró a la casa y en breve volvió a salir trayendo consigo una silla de metal bruñido por el uso que también había desteñido los respaldos y el fondo en que me dejé caer viendo la puerta cerrada como lo haría un gato esperando que le permitan entrar o le traigan comida. Sucedió entonces que mi teléfono empezara a sonar.
- ¿Es verdad? - preguntó la voz del patrón - ... me acaba de llamar para decirme que estás ahí pidiendo la camioneta que ayer mismo dejaste empeñada...¡Qué bolas!...mira, le acabo de decir que yo pago eso, que te devuelva la camioneta, que yo pago eso, ¡que tú eres un loco!... ahora escúchame: te la va a devolver hoy...¡cuando le dé la gana!. Tú esperas y a nadie, entiéndeme...¡a nadie le dices nada! Y...¡gobiérnate vale! -
Mi alivio por la certeza de que indefectiblemente recuperaría la camioneta se tornó en la fingida placidez con que tragaba la piedra de la vergüenza. Mas, la fingida inmutabilidad no tardó en desaparecer; mi expresión volvió a emular la de un gato recién abandonado; anhelos y desesperantes sospechas de la improbabilidad de éstos halaban mi mentón a lo que fuese que me pareciera el lugar de origen de cualquier sonido, especialmente voces, risas, como las que asemeja una manada de hienas.
- Tome - dijo la mujer aindiada extendiéndome una taza de café al momento de abrir la puerta y ver cómo, velozmente, balanceé mi desencajada expresión, misma - la expresión - que pareció embestirle y, seguidamente, abatir la mirada que, por compasión, de nuevo, apartó de mí.
- ¿Usted desayunó, señor? -
- Si, señora. Gracias - dije por toda respuesta, con teniendo el llanto.
Hecho curioso: el aroma y en seguida el sabor de aquel café negro consiguieron, por un rato, reestablecer la placidez que conseguí fingir con cierta honestidad; cosas de hierbas y semillas, presumo.
A la hora en que numerosos ases de luz se precipitaban oblicuamente desde las copas de los árboles hasta el jardín, torné a ver la puerta que el mismísimo anfitrión abría, usando las mismas bermudas y una guayabera color naranja.
- ¿Pasó chamo? – dijo achicando los ojos en tanto alzaba el labio superior emitiendo el gruñido de quien se esfuerza por decidir algo. Mas, con los brazos cruzados en el pecho dio fin a su gruñido chupándose los dientes.
- Nah – dijo al fin, dándose vuelta – espera un rato más – le oí decir justo antes de que el portazo, literalmente, me desairara.
Ya conduzco rumbo a mi puesto de estacionamiento, por las calles del valle del que otros son amos. Nunca, siendo adulto, se llora por un hecho específico; se revisa de forma minuciosa el inventario de cada desilusión, cada práctica que no pocos hallarían razonable calificar como el sadismo de la vida.
Oí mi camioneta estacionarse al otro costado de la tapia. Oí la portezuela cerrarse y quien la acababa de estacionar introdujo en la cerradura de la puerta de la calle la llave que debía pertenecer al manojo que oí tintinear en tanto se abría la puerta y guardaba en su bolsillo aquel manojo de importantes compromisos. Dejando entornada la puerta que acababa de abrir, se plantó frente a mi expresión de animal hambriento a la espera de que algo le sea arrojado. Vestía de un modo casual; los jeans y la camisa a cuadros no estaban hechos jirones, mas, daba la impresión – la ropa – de ser usada en labores de mantenimiento. “Debe ser su hijo” pensé, recordando a la mujer aindiada y cómo, justo donde entonces nos hallábamos, conversaban el día anterior. No lo ví al llegar por segunda vez ni cuando salí habiéndome despojado de mi camioneta. Era alto, más alto que yo, flaco. Sus ojos me escrutaban cual si fuese algo que le daba gusto poder ver de cerca. Depositó las llaves de la camioneta en mi mano presionándolas contra la palma, enfatizando el escaso valor que, tanto al vehículo como a mí nos atribuía.
“Humillado hasta por la servidumbre” pensé al hundir y doblar la llave en el encendido.
Lo que se me vino encima no fué aquel mundo de camaleones que, por un determinado capital bien podrían "joderse trabajando" como también ser putas, aduladores, ladrones de grandes y ridículas sumas. Lo inaccesible que, por mi fortuito desamparo, aquel mundo se tornó para mí; fué ésto lo que se me vino encima. Fué, también, mi consciencia de ser uno de ellos. Intenté consolarme pensando que los patrones requieren de numerosos camaleones como yo. A cambio de nuestro servicio nos abastecen para que seamos reyes en nuestros pequeños y patéticos universos repletos de ciegos que no pocas veces resultan ser producto de nuestra imaginación; dichos patéticos, pequeños universos y lo pequeños y patéticos que resultan ser sus habitantes, son nuestra propia idea y, a menudo, nuestra fatal equivocación. Quizá no tan a menudo; quizá muchas putas, aduladores, pervertidos, ladrones de grandes y ridículas sumas, quizá solo eso sean. Intenté consolarme pensando que si los patrones requieren de nosotros, quizá ni remotamente mejores lleguen a ser, aunque así, a casi todos, nos lo parezca. Mas, dicha reflexión ¿para qué demonios, a nadie, podría servir?
Emiliano Trujillo Sánchez
San Antonio de Los Altos
17 de Mayo 2024

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